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Una silenciosa división entre lo rural y lo urbano se ha ido profundizando rápidamente en las últimas décadas en nuestro país. La recuperación del mundo rural como un espacio de vida plena y digna ha sido postergada por demasiado tiempo. Desde los tiempos de la Reforma Agraria que no ha existido en Chile un proyecto que saque al campo de su deterioro y condición de “patio trasero” del país al servicio de la agroindustria exportadora; producción de energía y recepción de desechos de la ciudad, papel al que lamentablemente ha sido relegado.

Las zonas no urbanas ofrecen la posibilidad de enfrentar los grandes desafíos de nuestro tiempo: quienes las habitan pueden cuidar de la biodiversidad de los territorios, enfrentar con conocimiento y experiencia proyectos extractivos que podrían dañar aún más los ecosistemas, y dedicarse seriamente a desarrollar proyectos de soberanía alimentaria.

Pero todo esto es posible únicamente con un piso mínimo de seguridad económica. Sólo eso permitiría, por ejemplo, romper la dependencia del agronegocio o industrias tan dañinas como la salmonicultura en el sur de nuestro país, que se han instalado en poblaciones que tenían escaso acceso a dinero y las han capturado en formas de trabajo precarizadas y peligrosas. Una Renta Básica Universal podría ser un primer paso para robustecer la posición y posibilidades de las y los habitantes rurales de hacer realidad otros proyectos de vida.

Una forma práctica en la que la implementación de una Renta Básica Universal podría reconocer esta deuda histórica y proyecto de transformación urgente sería priorizando provincias o regiones con alta proporción de ruralidad. Esto permitiría evaluar tempranamente los efectos de esta política en revitalizar los circuitos económicos locales que en muchos casos están completamente deprimidos, así como fomentar un retorno al campo de personas que quizás cortaron su relación con sus territorios ancestrales por la necesidad de tener dinero en efectivo, pero que tienen aún las herramientas, las posibilidades y las ganas de hacer de la vida fuera de la ciudad algo significativo.

Sería una oportunidad para el florecimiento y recuperación de actividades como el eco y agroturismo a pequeña escala, el pastoreo no invasivo, o el cultivo de granos, frutas o verduras que se han perdido por no encajar con el modelo de agroexportación, pero que fortalecen y enriquecen nuestra herencia bioalimentaria. Podría también detener la urgencia de la desforestación por aumentar las zonas cultivables para commodities como las plantaciones forestales en el sur del país. Podría, en suma, romper con círculos viciosos que han minado el fundamento social-ecológico de gran parte del territorio chileno por la urgencia de contar con ingresos (muchas veces muy bajos) en el día a día.

Tener un campo resiliente es fundamental para un país que se está adentrando en el período de transformaciones ecológicas más importantes desde la emergencia de la especie humana moderna. Desafíos tan importantes como enfrentar la sequía y detener la desertificación pueden ser enfrentados de mejor manera si quienes habitan estos territorios en crisis tienen un ingreso garantizado.

En suma, salir de una perspectiva urbano-céntrica vuelve aún más evidentes los potenciales efectos positivos de tener una RBU en Chile, y más urgente su implementación.